Las reinas negras. El reino de mujeres a orillas del Nilo, en el actual Sudán, que se enfrentó a los poderosos faraones. La capital del reino era Meroe.
En Nubia, el 25 de abril de 1821 Frédéric Cailliaud, un intrépido explorador francés, redescubrió la vasta necrópolis real de una ciudad en ruinas: rodeados de polvo y arena, los vestigios de Meroe. Frédéric Cailliaud y su caravana se habían aventurado en el Alto Valle del Nilo, más allá de la Quinta Catarata, sin saber demasiado bien qué iban a encontrarse. Probablemente, nunca su alegría sería más extrema que al descubrir las cimas de estas pirámides refulgiendo bajo los rayos del sol. En Meroe y sus alrededores han sido censadas unas doscientas pirámides, todas construidas en perfecta armonía con las negras lomas que forman el paisaje. Meroe resiste el paso del tiempo, y el mito se ve agigantado por los increíbles restos de la fabulosa civilización kushita. Una capital cuyas referencias salpicaban las fuentes antiguas, sin que los historiadores supiesen muy bien si se trataba de realidad o leyenda: el esplendor último de las dinastías nubias, curiosamente salvadas del paso del tiempo a pesar del azote del viento y la arena que soplan continuamente aquí. Lo paradójico es que lo que más ha afectado a Meroe son los pillajes modernos, iniciados en el s.XIX, mientras que por los siglos de los siglos las dunas del desierto las habían protegido. Pero lo más emocionante sigue siendo la contemplación de las últimas pirámides construidas en África, un tipo de sepultura que había sido abandonado en Egipto hacía más de mil años. Son distintas a las egipcias, es algo evidente, en primer lugar por el número, por la cantidad de ellas que se muestran frente a nosotros, muchas más que en Egipto, algo muy impresionante a pesar de las diferencias arquitectónicas que no ocultan el simbolismo faraónico, fuertemente expresado aquí: de inmediato sentimos que estamos en una necrópolis real. Las sepulturas no eran tan fastuosas para el común de los mortales en la época: solamente reyes y reinas tenía derecho a ellas. A la muerte del monarca se disponía más o menos de un año para erigir su última morada, tiempo utilizado además para culminar la designación del sucesor. El difunto elegía el emplazamiento de su tumba, pero no era él quien construía la pirámide, formada por capillas funerarias excavadas en la roca viva, a 8-10 metros bajo el nivel del suelo y a las que se accedía utilizando una escalera; una vez completada la ceremonia de enterramiento, se cegaba la escalera para no molestar al difunto que acababa de cruzar al más allá, y a lo largo del año siguiente se construía la pirámide. Lo interesante aquí es que aunque esta civilización se separó de la egipcia, conservó sus tradiciones: en esta necrópolis, reyes y reinas mantuvieron los ritos fúnebres de Egipto. Egipto siempre anheló las increíbles riquezas minerales de Nubia, sobretodo el oro (Nubia, en egipcio, significa “oro”); para los egipcios, el oro era la carne de los dioses, lo que imponía que poseyesen los yacimientos del mineral allí donde estuviesen a su alcance. Contrariamente a las pirámides egipcias, los monumentos funerarios de los faraones negros no están huecos internamente, sino rellenos de una amalgama de rocas. Tan sólo la coraza de la pirámide se recubre de piedras delicadamente canteadas: aquí, la cámara mortuoria no se halla en el interior del edificio, sino bajo él, en la roca viva. Varias pirámides han sido restauradas, recuperando su enlucido, y aunque en ninguna puede accederse a la cámara mortuoria, muchas capillas con pilonos aún conservan sus bajorrelieves, destacando la de la reina Amanishakheto